La suave brisa fresca de la madrugada veraniega me hace cerrar los ojos y respirar hondo. Huele a cloro, a "aftersun", al silencio nocturno quebrado por niños jugando entre semana, a césped recién regado y a grillos sonando...
Solía pasear de noche por las estrechas calles del pueblo de mis padres, en Córdoba, cuando era una niña. Allí la calma y el sosiego eran, a veces, siniestros acompañantes en los callejones oscuros y más apartados del centro. Mis primos, mi hermano, mi tía y yo salíamos a la aventura cada madrugada con nuestras linternas y recorríamos medio pueblo, con sus calles empinadas y su cielo estrellado, mientras contábamos historias de miedo...
El buen recuerdo que guardo de todo aquello me tienta cada atardecer de este maravilloso verano y no me resisto, salgo a pasear.
Quiero perderme, decidir qué calle tomar justo cuando llegue al cruce y no pensar, tan solo dejarme llevar por el instinto. Así he recorrido Jerez estos últimos días y mi asombro crece exponencialmente cuando me doy cuenta de que vivo rodeada de callejones tortuosos, con a penas un farol que ilumina débilmente el camino y todo en completo silencio.
¿Dónde estoy?
Llegar a una plazoleta en la que una niña juega con su cachorro, admirar el estilo de la iglesia que le da nombre a ese rincón olvidado, encontrar a un pobre gato color ladrillo vagando por la calle y que se una a mi aventura, ver las casas abiertas y las ancianas en la puerta, mirar con miedo a través de los grandes ventanales jerezanos con los cristales rotos de casas centenarias que atrás dejaron sus días de gloria, subir la mirada unos segundos y encontrar sin quererlo la catedral a lo lejos iluminada, entender paulatinamente en qué punto me encuentro al llegar a un lugar que me resulte familiar...
Es muy satisfactorio saber que queda mucho de pueblo aquí y más aún encontrar esos rincones tan pintorescos y, a veces perdidos, por casualidad cuando camino sin rumbo.