30 ene 2015

Si muriera hoy

Suelo pensar mucho en la muerte. No quiero parecer una loca melancólica y depresiva que va llorando por las esquinas todo el día. No me confundas, suelo pensar en la muerte porque primero pienso en la vida.

La vida es sentir, y yo estoy todo el rato sintiendo. Bueno, todos sentimos, eso está claro, pero no todo el mundo piensa en lo importante que es tener consciencia de sentir, ya que es lo único que nos distingue del resto de los animales y de los que ya no están con nosotros.

Creo que empecé a experimentar esa especie de hipersensibilidad hace unos seis años, coincidiendo con el comienzo de la carrera. Fue entonces cuando me di realmente cuenta de que la vida es muy frágil. En cualquier momento podemos dejar de ser y desaparecer, y que la muerte nos aceche así, además de ser muy trágico y poético, hace que nuestra existencia se convierta en algo inquietantemente perecedero, donde es tu máxima responsabilidad el acumular sensaciones sanas y agradables que te ayuden a irte con buen sabor de boca. No hay que obsersionarse con que nos aguarda a todas horas, pero sí hay que mirarla con optimismo y desafiarla con una colección de momentos llenos de pequeñas grandes alegrías.

Tengo una lista mental de las miles de cosas que me inspiran y me producen un placer especial. No creas que son algo exclusivo o difícil de tener. Hace mucho tiempo que me di cuenta de que lo bonito de la vida es sacarle el jugo a las pequeñas cosas que nos ocurren cada día. Para mi es especial cada día de mi vida, porque podría ser el último de ella. 

Es especial que la luna tenga forma de sonrisa, y también lo es que me observe e ilumine con su cara redonda y plateada. Que el viento frío me haga tiritar o que la lluvia me moje cuando camino, es la mejor prueba de que estoy viva, poder sentirlo me hace sonreír. Me gusta oír los grillos en verano cuando estoy en la cama y ver cómo los demás coches se apartan cuando una ambulancia pasa.

Hoy he estado una hora observando a las gaviotas sobrevolar la caleta en Cádiz, con el cielo plomizo y un viento húmedo, y con los vellos de punta sólo podía pensar que si muriera en ese mismo instante, al menos habría disfrutado de estar viva, porque ya me he encargado todos estos años de ser consciente, ya he dejado en blanco mi mente y detenido el tiempo muchas veces para aprender cómo es que alguien te mire con amor, llorar de felicidad o de pena, cómo es ver saltar a un niño con botas de agua sobre un charco y ponerse perdido (y también hacerlo yo :P ), aprender qué se siente cuando alguien te necesita, sentir que formas parte de algo, observar a la gente reunirse en un aeropuerto, ver caerse las hojas de los árboles en otoño o verlas renacer en marzo, que un destello de sol que se escapa de entre las nubes me obligue a guiñar un ojo... Aprenderlo para recordarlo cuando sea muy, muy mayor (me conformo con 115 años) y no pueda verlo o sentirlo otra vez, y por supuesto, cuando me vaya mal, que también ocurrirá, podré tener presente que además del sufrimiento, también he recibido regalos maravillosos.

Si yo muriera hoy no me iría contenta, porque todavía quiero ser y sentir mucho más. Pero creo que lo sumiría con cierta naturalidad. Cuando nacemos somos seres felices en potencia. Depende de nuestro entorno y de nosotros mismos serlo. Conforme va pasando el tiempo por nosotros, a parte de cumplir años, también cumplimos sueños, tenemos espectativas, también cumplimos promesas, también frustraciones y alguna pesadilla. Si exprimimos todas nuestras experiencias y les sacamos la esencia, si nos contagiamos de la sabiduría que nos confieren todas ellas, las buenas y las malas, y las transformamos en sentimiento y alma, el día que nos llegue la hora (cualquier día puede ser), si la parca irremediablemente viene a secuestrarnos, podremos afrontarlo con satisfacción. Hemos vivido, es decir, hemos sentido, disfrutado de la vida como nos ha venido, puede que sin grandes acontecimientos dignos sólo de un rey o un personaje de Disney. Sólo habernos empapado de lo bueno que nos ha tocado vivir, de los pequeños detalles que nos han hecho volar. Ni más ni menos que hacer de cada banalidad, algo especial, porque quizás sea la última vez ocurra.