30 ago 2016

Etéreo y fugaz

Me encanta la sensación de verme incapaz de percibir el límite de las cosas. A veces me sorprendo jugando al mismo juego que me entretenía en la infancia: miro al horizonte e imagino que estoy en el último árbol que veo en el campo, o sobre la última ola del mar. Siempre me ha hecho pensar que esté donde esté, habrá un nuevo horizonte, y un lugar nuevo al que ir.  

Los veranos solíamos observar las estrellas desde nuestra piscina en el campo. Recuerdo que al atardecer miraba desde la terraza entre las copas de aquellas frondosas encinas por si había algún tímido ciervo o algún zorro escondido. Mientras el Sol se escondía, mi padre preparaba su telescopio y mi madre nos reñía por ir descalzos (por si pisábamos algún escorpión). Los grillos, cigarras y ranas, con su música nos confirmaban que el día estaba llegando a su fin. 

Todavía hay veranos que intentamos coincidir para ver las Perseidas (ese fenómeno que se produce a mediados de agosto, por el cual pueden verse cientos de estrellas fugaces en la madrugada). Este año, desde hacía muchos, reservamos en la sierra de Cádiz, un hotel precioso y aislado de todo, en la cima de un monte y un lago entre las faldas de las montañas. A la una de la mañana apagaron las luces del hotel, y súbitamente, tumbados en el césped, empezamos a reconocer el cielo tal y como lo habíamos visto de niños.

La oscuridad era tal, que mis otros sentidos se agudizaron, y empecé a oler a tierra mojada y a césped recién cortado. La montaña se fundía con el firmamento y la vía láctea lo cruzaba de lado a lado, como una nube que serpenteaba y titilaba al son de millones de astros. Allí estaban las constelaciones que mi padre nos señalaba hace más de una década, allí estaban mis recuerdos brillando.

Qué etéreo y vacío es ese completo desconocido. Y entre todo ese abismo de luces y oscuridad, entre todo ese silencio, allí tumbada estaba yo, contando las estrellas fugaces que cruzaban allá donde fijase un instante la mirada, contemplando aquella inmensidad.

Una mota de polvo puede producir, al atravesar la atmósfera, un destello de luz, una estrella fugaz, y sólo es una partícula que lleva, quizás, millones de años vagando por el espacio infinito, y en tan solo un segundo, desaparece. Todo acaba en un segundo.

Esa sensación de insignificancia e indefensión, me ayuda a darme cuenta de lo que verdaderamente importa, vivir bien día a día. Aprovechar nuestras circunstancias y los recursos que tenemos (que no son pocos) para terminar esta vida, fugaz y frágil, habiendo querido y sentido una pequeña parte del mundo.


13 ago 2016

Carreteras secundarias

El sol del crepúsculo baña mi cuerpo. Cubierta de una luz cálida y brillante, sentada y bien atenta a la carretera, voy conduciendo entre lagos, montañas y pueblos blancos al filo de barrancos de piedra que parecen infinitos. Pinos, acebuches, jara y retama adornan mi camino. El dorado de las ramas secas, el castaño de los troncos gruesos y firmes y las verdes hojas, me recuerdan que mis raíces pertenecen a una tierra rica y llena de vida. Recuerdo los años de veraneo en Córdoba, cuando admiraba sin querer toda esa belleza que hoy me enorgullece. Conduciendo por Cádiz he vuelto a sentir la inspiración que solía venirme paseando a la orilla del mar hace ya algunos años.

Es curioso cómo uno tiende a ser más de su tierra cuando se va, o mejor dicho, cuando tiene que irse. Suele pasar que lo que consideramos cotidiano no nos importa hasta que dejamos de tenerlo a nuestro alcance. Ocurre casi siempre y con casi todo.

La nostalgia del expatriado, la llaman.

Hoy me he dado cuenta de que llevo "expatriada" unos 4 meses. La nostalgia es un sentimiento muy propio de mi personalidad, pero siempre había sido una nostalgia inspiradora, como cuando recuerdo las navidades en casa de mis abuelos, o jugando en la piscina del campo en el pueblo. Ahora es una sensación de desarraigo, un vacío que a veces se apodera de mi mente y me retuerce el corazón. 

Ahora me empeño en ser de donde vengo, reclamo y exclamo que soy de Andalucía. No quiero pertenecer a otro lugar, me siento en la necesidad de vivir mi antigua rutina, de beber gazpacho, de escuchar a la gente tocando las palmas por la calle, de ir al mercado y ver los atunes enteros en la plaza, de la copa de fino con una tapa, del arte de aquí, de su músicaa, de su pintura, de esa vida.

Y si estoy yo así, que me fui por trabajo seguro, acompañada, a 3 horas en coche de casa, rodeada de gente maravillosa y muchísimos lugares preciosos por descubrir, ¿cómo se sentirán todas esas personas con nombre, con familia y con sueños que han tenido que salir con lo puesto, con rumbo a lo desconocido y sin forma alguna de volver? ¿cómo podrán vivir cada día huyendo y sabiendo que su tierra, cada vez más lejana, ya sólo es un recuerdo?

Me tocó irme, pero hoy conduciendo por esas carreteras secundarias, perfectamente andaluzas, me ha saltado a la mente una idea: Los caminos más bonitos, son los desconocidos, los que no sabes adónde irán ni cuánto tiempo te llevará transitar por ellos hasta llegar a tu destino. La magia está en saborear el momento y observar el paisaje que se encuentra ante ti, a los lados de tu camino. Existen los trayectos directos, cortos y fáciles de seguir, pero tomando atajos, se evita pensar y sentir. Sentir dudas, miedo, sorpresa, y en definitiva, se evita vivir y aprender de circunstancias que de otra manera nunca hubieran tenido lugar.

Salir de tu zona de "confort" para, simple y llanamente, seguir luchando y viviendo, es un paso muy difícil de dar, pero a la larga, esa carretera secundaria que tuviste que tomar, te lleva a un lugar bello, a una nueva perspectiva de vida que hubieras ignorado para siempre yendo por la ruta directa (considerada en un principio como correcta).

¿Cuántos caminos se podrán escoger para llegar a un mismo sitio? 

No tengo la respuesta. Cada elección que hacemos en la vida nos hace aprender algo distinto, pero estoy segura de que tomando una decisión que a priori no parece la ideal, se puede llegar a ser muy feliz si se disfruta del camino.