10 may 2017

El Unicornio Azul


Era alguien corriente. 

Sabía que ser así no significaba nada malo y no le molestaba admitir que nunca llegaría a destacar por nada, aunque sentía una innegable atracción por lo original y lo auténtico. Era una persona dura y muy exigente, quizás una vida corta, pero llena de retos influyó en su personalidad. Lo cierto es que, a pesar de la simpatía que le generaba la gente revolucionaria y rebelde, le encantaban el orden y las cosas bien hechas. La utocrítica era un ejercicio muy frecuente en sus días, y le producía tormento y a veces confusión. 

Aunque se sintiera a gusto con ser normal, poseía un sentimiento que no era capaz de describir, un impulso que salía de su interior para reinventarse y expulsar todas las ideas que brotaban de las profundidades de su alma, esas que jamás fue capaz de poner en orden: Quería pintar, pero cuando cogía el pincel, su trazo no era preciso. Quería cantar, pero su voz se quebraba al empezar la estrofa. Soñaba con tocar el piano o la guitarra, pero sus dedos no le parecían lo suficientemente hábiles. Y coser, también bailar y por supuesto escribir. Pero todo lo que deseaba hacer y aprender, le parecía inalcanzable, y por supuesto, jamás destacaría en ello.

Ella.

Ella era, a pesar de lo que muchos dirían, insegura y tímida. Se escondía trás un escudo, tras una fachada para que nadie la reconociera como débil y sensible, como un unicornio azul. Solía parecer alguien alegre y extrovertida, con los labios rojos y a veces vestida de forma algo peculiar, lo justo para llamar la atención, pero sólo de los que, al igual que ella, sentían predilección por lo original. Disfrutaba siempre con los demás, y le encantaba conocer a gente, pero tenía el superpoder de acordarse solamente de lo que le parecía interesante, así que era despistada en general, pero guardaba en su memoria cada cara, cada dato, cada lugar y cada momento que, por alguna razón, por estúpida que pareciera, a ella le había hecho sentir algo especial.

Tenía una forma muy particular de ver el Mundo. Nunca estaba convencida de si lo amaba o lo odiaba profundamente. Sentía decepción a la vez que asombro y miedo a la vez que esperanza cuando analizaba lo frágil y bello que es este planeta. Solía echarle la culpa a los seres humanos, ella decía que somos los culpables de todo lo malo que le ocurre a este mundo y responsables sólo de pequeñas cosas maravillosas. Esas pequeñas cosas maravillosas de las que hablaba, eran las que la animaban a continuar.

Quizás, el único modo de que el mundo siga brillando, es ocupándonos de esas pequeñas cosas maravillosas, todas esas cosas que parecen insignificantes y corrientes, como cantar, bailar, dibujar o escribir, pequeñas cosas que da igual si nos hacen o no destacar, pero constituyen nuestra alma y son la prueba de que nuestro mundo sigue latiendo.