17 ene 2021

Mi crecimiento

Nuestra especie presume de ser la única que tiene pensamientos abstractos. El afán que nos ha caracterizado siempre por controlarlo todo hizo que tuviéramos que crear las religiones, para así darle explicación y sentido a las adversidades a las que no podíamos hacer frente, o eso piensan algunos investigadores.

Yo crecí en un entrañable hogar sin Dios. Mis padres asumieron el difícil reto de enseñar a vivir en el mundo a dos niños sin la ayuda de un ente protector, sin los misterios, los milagros ni el cielo. Desprovistos de la seguridad que proporcionaba todo aquello, nos intentaron compensar dándonos ejemplo con su sentido de la ética, así como de la justicia y la autocrítica para combatir nuestras futuras luchas internas. Han sido muchas las veces que, por puro instinto, en los momentos de flaqueza he recurrido a pedirle a la suerte o a las estrellas. No tener fe ha sido en ocasiones doloroso, pero muy enriquecedor.

Mi interés por la Filosofía despertó gracias a una profesora bastante poco convencional que nos enseñaba a través de la literatura y artículos de periódico. Ella fue quien me animó a cuestionarlo todo, no dando jamás nada por hecho, y quien me descubrió lo mucho que puede crecer un individuo, su humanidad, cuando se enfrenta al horror.

Ante la desbordante demanda de casos Covid, en mi ciudad se rehabilitó un viejo sanatorio para albergar a las personas no candidatas a reanimación o respiración asistida, y por la gran falta de facultativos, a varios de los médicos que estábamos terminando la especialidad, nos trasladaron forzosamente allí para dar servicio a pesar de nuestra escasa experiencia hospitalaria.

Entrar en aquel lugar me recordaba a lo que tenían que sentir los médicos de guerra de principios del siglo pasado. No había bombas, pero nos enfrentábamos a un enemigo invisible del que conocíamos poco pero lo justo para saber que podíamos morir y además luchábamos sin balas.

Sin agua potable, sin suficiente personal para dar siquiera de beber o cambiar el pañal a los pacientes, sin sus medicaciones, sin establecer contacto visual con sus cuidadores, ataviados éstos con bolsas de basura, gafas de buzo y gorros de ducha, entre otras cosas. Ubicados en habitaciones de cuatro donde se mezclaba a personas con demencias severas junto con otras conscientes de todo, escuchando los gritos de algunos pacientes con delirios y agitados por su desorientación y falta de contacto humano, observando día tras día cómo acudíamos de madrugada a certificar a su compañero fallecido. 

Recuerdo sus miradas de extrema vulnerabilidad y algunas de estoica resignación esperando su irremediable final silencioso y solitario. Nosotros hacíamos más labor humanitaria que médica, intentando aliviar con fármacos pero sobretodo agarrándoles la mano, escuchando sus desconsolados lamentos, cepillándoles el pelo con lo que encontrábamos y trasladándoles los mensajes de cariño de sus familiares. 

Nunca olvidaré sus nombres, sus cuerpos deteriorados agarrándose al fino hilo que les unía a la vida ni tampoco a sus familias rotas que únicamente disponían de una llamada al día, una voz extenuada que les informaba de cómo estaba su padre o madre, su hermano o hermana,  abuelo o abuela, esperando poder  volver a verlos o al menos despedirse dándoles todo el amor que se habían perdido.

Años después de pasar por la asignatura de Filosofía recurro de nuevo a los libros que nos hizo leer en clase como fuente de inspiración para encontrar un sentido a tanto sufrimiento vivido. Sin poder aferrarme a un Dios que me haya querido poner a prueba, he comprendido que tanto dolor ha abierto en mi una puerta hacia el conocimiento de la condición humana y sus estados más primarios y ello me ha acercado más a lo que deseo conservar toda mi vida: Amor.

“No es el sufrimiento en sí mismo el que hace madurar al hombre, es el hombre el que da sentido al sufrimiento.” El hombre en busca del sentido. Viktor Frankl.


3 abr 2020

La primavera que perdimos

Tengo hambre de bullicio. Tengo deseo de calor. Tengo necesidad de olvido.

Parece una broma macabra, una siniestra pesadilla de la que intentamos escapar. Y aún nos esperan muchas horas de zozobra, y la pesadilla será de las que al despertar, nos siga atormentando por muchos, muchos años más. Quién me hubiera dicho que me identificaría con las generaciones de antes, las que pasaron miedo de verdad.

El pavimento se ilumina cada mañana con esa luz rosada del final de la madrugada. Nadie lo puede ver, pero cada mañana pasa un ratito antes. Cada día pasa sin que nadie se siente ya en ese banco estratégicamente situado, sin que nadie se fije en el apuesto maniquí de ese elegante escaparate, sin que nadie admire cómo florecen los tulipanes del parque, obedeciendo a las irrefrenables e impetuosas leyes naturales. 

Si nadie está ¿qué sentido tiene?

Ahora, en medio de este mutismo colectivo, se puede oír la vida de los que no han parado: El crotorar de las cigüeñas a lo lejos o el cantar de los mirlos y jilgueros. El repicar de algún campanario, las gotas de lluvia impactando contra un tejado de metal o las ráfagas de viento atrapadas en algún rincón. Pero nada más rompe el silencio hasta las ocho de cada tarde cuando en un ejercicio de profundo agradecimiento y admiración, los seres humanos salimos a los balcones o nos asomarnos por alguna, aunque sea minúscula, ventana para recordarnos que no estamos solos, que seguimos luchando para que la pesadilla termine y que estamos unidos aunque no podamos tocarnos.

Concibo el ser médico como la vocación de consolar, acompañar y cuidar a los demás. Jamás me hubiera imaginado que vendrían tiempos de medicina de guerra, tiempos en los que hiciera tanta falta mirar a los ojos, coger de la mano, hacer una caricia en la frente, decir lo mucho que lo echan de menos o pedir qué mensaje quiere que le comunique a su familia a tantos pacientes que se encuentran literalmente aislados y que son inmensamente vulnerables en tantos sentidos. Creo que en ningún otro escenario hubiera tenido el profundo sentimiento fraternal que me profesa ahora el equipo con el que trabajo, sabiendo que estamos arriesgándolo todo, todos por la misma causa.

Nadie nos ha preparado para esto pero sin saber cómo lo estamos haciendo. Puede que algún día nuestra salud física o mental nos pase factura pero nos quedará el sentimiento de haber pertenecido a algo mucho más grande de lo que jamás imaginamos.

Reconozco que me mataría quedarme en casa. Necesito tanto controlarlo que me sorprendo a mi misma no soportando la idea de una hipotética situación en la que no pudiera luchar en las trincheras. Me siento afortunada por poder trabajar en primera línea, yo que siempre he pensado que en mitad de una guerra, me haría la muerta para evitar luchar. Me hago cargo de lo tremendamente complicado que tiene que ser permanecer confinados día tras día, con la (falsa) sensación de no estar aportando nada y estoy segura de que no se trata de un acto de obediencia civil a nuestros políticos, que de forma manifiesta están debutando con absoluta torpeza, ignorancia y soberbia, sino que se debe a un acto de responsabilidad y ejemplar solidaridad que esta sociedad está demostrando tener otra vez.

Yo me levanto cada día con la misma pesadilla pero, a pesar del odio y el rechazo que me provocan los miserables que están dirigiendo tan caótica y negligentemente esta crisis, tengo el corazón lleno de agradecimiento, amor y esperanza gracias a los verdaderos héroes de esta historia: personas que cumplen con el confinamiento, que cuelgan carteles de ánimo en los balcones, los vecinos que aplauden incansables durante minutos todos y cada uno de los días, los que hacen donaciones de material, los compañeros que siguen trabajando y que cruzan miradas de complicidad sabiendo que se juegan su vida y las de sus convivientes, y sobre todo, los pacientes y sus familiares con su infinita valentía y estoica calma. 

Mi aplauso cada día va para una sociedad desgobernada, pero ejemplar.




1 sept 2019

Reencontrarme


Muchas veces me pregunto con qué tipo de fundamento o criterio una niña de seis años pudo decidir un buen día que quería ser médico. 

A mí me encantaba dibujar y vestir a mis muñecas con pañuelos de papel y toallitas húmedas coloreadas a duras penas con rotuladores. Yo escribía poesías ñoñas con rimas fáciles y soñaba con construir poemas complejos que transmitieran lo que ocurría en mi mente. Me dormía con las persianas subidas para poder ver el cielo porque me satisfacía enormemente lo insignificantes que se hacían mis pensamientos negativos al contemplar las estrellas. Yo estaba apuntada a clases de dibujo y esperaba impaciente a que llegara el día de la semana que me tocaba ir porque me reencontraba allí cada vez que volvía.

Aquella fantasía de ser médico con el tiempo fue madurando a ilusión y finalmente, en aquel joven e inexperto cerebro se convirtió en pura obsesión que con muchísimo esfuerzo y sacrificio conseguí cumplir. Mi inquietud por ayudar a los demás y querer saber cómo funcionaba el cuerpo humano motivó aún más mis infundados deseos. Nunca supe muy bien en qué consistía la profesión (estudio diario, guardias, responsabilidad, miedo permanente a equivocarse...), ya que en mi entorno no había ningún sanitario que hubiera podido pararme los pies a tiempo. Todo lo contrario. Diría que fue un orgullo para mi familia descubrir que la "pequeña rodriguita" tenía la vocación de ser médico. 

Le he dado al botón de inicio y el tambor de la lavadora ha empezado a dar vueltas. Observo el pijama blanco pero inadvertidamente sucio, de la guardia de ayer, atrapado girando irremediablemente para volver una y otra vez a ser usado y tirado hasta que al fin un día se rompa. Me he sentido extrañamente identificada. Un bucle mental de pensamientos sobre cómo he pasado 10 años de mi vida empeñándome en ser lo que siempre he querido ser y sin embargo me siento amargamente insatisfecha, vulnerable, desprotegida y perdida.  

La falta de sueño y el desgaste físico y psicológico que conlleva haber estado veintcuatro horas en tensión, hacen que me encuentre nuevamente pesimista. Se que mañana estaré mejor que hoy y en tres días yendo a trabajar por las mañanas como cada día, me habré recuperado a tiempo para volver a tener otra guardia y volver al mismo bucle emocional. 

Tristemente de la misma manera que una goma elástica pierde su capacidad de volver a su ser con el uso, yo siento que cada día, cada guardia, mi espíritu pierde la pasión y la capacidad de lucha por mantenerme fuerte y reponerme.

Obviamente mi profesión consiste en ayudar a personas con problemas de mayor o menor gravedad, que demanda atención o cuidados con mejores o peores formas y mi día a día suele pasar sin grandes pretensiones pero con alguna que otra pequeña alegría que suele consistir en observar el alivio de la gente cuando les das simple comprensión desinteresada. Esa es la magia de mi trabajo y es lo que hace que cada día pueda volver a la consulta y seguir adelante.

La esencia de mi profesión no es el problema. El Sistema lo es. 

Me ha hecho falta muy poco tiempo para darme cuenta de que la Sanidad se sostiene gracias al favor, hiper-responsabilidad, dedicación y extenuación de sus profesionales. Nos machaca tanto que destruye lentamente las ilusiones y el amor por lo que hacemos, generando hastío y eliminando hasta el último resquicio de motivación para lo que sea (formarse en una especialidad de forma satisfactoria, dar docencia eficaz a las siguientes generaciones, dar una adecuada atención al paciente y con garantías...) generando profesionales quemados y rotos que además son incapaces de unirse y protestar por un trabajo digno y por una Sanidad digna, quizás porque es éticamente cuestionable que los médicos hagan huelga o quizás porque en muchos servicios no hay más médicos que los que habría con los servicios mínimos que se precisan para una huelga. 

Tengo miedo de convertirme en una médico fría y solitaria que no sienta deseos de trabajar en equipo, de enseñar, de respetar, de cuidar. Tengo miedo de haberme equivocado de vocación. Tengo miedo de no recuperarme del bucle emocional y no reencontrarme jamás.