Nuestra especie presume de ser la única que tiene pensamientos abstractos. El afán que nos ha caracterizado siempre por controlarlo todo hizo que tuviéramos que crear las religiones, para así darle explicación y sentido a las adversidades a las que no podíamos hacer frente, o eso piensan algunos investigadores.
Yo crecí en un entrañable hogar sin Dios. Mis padres asumieron el difícil reto de enseñar a vivir en el mundo a dos niños sin la ayuda de un ente protector, sin los misterios, los milagros ni el cielo. Desprovistos de la seguridad que proporcionaba todo aquello, nos intentaron compensar dándonos ejemplo con su sentido de la ética, así como de la justicia y la autocrítica para combatir nuestras futuras luchas internas. Han sido muchas las veces que, por puro instinto, en los momentos de flaqueza he recurrido a pedirle a la suerte o a las estrellas. No tener fe ha sido en ocasiones doloroso, pero muy enriquecedor.
Mi interés por la Filosofía despertó gracias a una profesora bastante poco convencional que nos enseñaba a través de la literatura y artículos de periódico. Ella fue quien me animó a cuestionarlo todo, no dando jamás nada por hecho, y quien me descubrió lo mucho que puede crecer un individuo, su humanidad, cuando se enfrenta al horror.
Ante la desbordante demanda de casos Covid, en mi ciudad se rehabilitó un viejo sanatorio para albergar a las personas no candidatas a reanimación o respiración asistida, y por la gran falta de facultativos, a varios de los médicos que estábamos terminando la especialidad, nos trasladaron forzosamente allí para dar servicio a pesar de nuestra escasa experiencia hospitalaria.
Entrar en aquel lugar me recordaba a lo que tenían que sentir los médicos de guerra de principios del siglo pasado. No había bombas, pero nos enfrentábamos a un enemigo invisible del que conocíamos poco pero lo justo para saber que podíamos morir y además luchábamos sin balas.
Sin agua potable, sin suficiente personal para dar siquiera de beber o cambiar el pañal a los pacientes, sin sus medicaciones, sin establecer contacto visual con sus cuidadores, ataviados éstos con bolsas de basura, gafas de buzo y gorros de ducha, entre otras cosas. Ubicados en habitaciones de cuatro donde se mezclaba a personas con demencias severas junto con otras conscientes de todo, escuchando los gritos de algunos pacientes con delirios y agitados por su desorientación y falta de contacto humano, observando día tras día cómo acudíamos de madrugada a certificar a su compañero fallecido.
Recuerdo sus miradas de extrema vulnerabilidad y algunas de estoica resignación esperando su irremediable final silencioso y solitario. Nosotros hacíamos más labor humanitaria que médica, intentando aliviar con fármacos pero sobretodo agarrándoles la mano, escuchando sus desconsolados lamentos, cepillándoles el pelo con lo que encontrábamos y trasladándoles los mensajes de cariño de sus familiares.
Nunca olvidaré sus nombres, sus cuerpos deteriorados agarrándose al fino hilo que les unía a la vida ni tampoco a sus familias rotas que únicamente disponían de una llamada al día, una voz extenuada que les informaba de cómo estaba su padre o madre, su hermano o hermana, abuelo o abuela, esperando poder volver a verlos o al menos despedirse dándoles todo el amor que se habían perdido.
Años después de pasar por la asignatura de Filosofía recurro de nuevo a los libros que nos hizo leer en clase como fuente de inspiración para encontrar un sentido a tanto sufrimiento vivido. Sin poder aferrarme a un Dios que me haya querido poner a prueba, he comprendido que tanto dolor ha abierto en mi una puerta hacia el conocimiento de la condición humana y sus estados más primarios y ello me ha acercado más a lo que deseo conservar toda mi vida: Amor.
“No es el sufrimiento en sí mismo el que hace madurar al hombre, es el hombre el que da sentido al sufrimiento.” El hombre en busca del sentido. Viktor Frankl.