Después de permanecer en mi casa (en Jerez) durante el fin de semana pasado, el domingo me tocó volver a mi piso de estudiantes en Cádiz. Siempre me da pena dejar mi habitación sola, mi armario vacío y mi persiana bajada, pero el domingo fue más triste que de costumbre porque hacía un día fantástico y sabía que si volvía a Cádiz no podría ir a la playa y dar el típico paseo por la orilla (ese que me invade de positivismo y enegía), ya que debía quedarme estudiando.
Cuando llego a mi piso lo primero que hago es deshacer la maleta. Ordeno meticulosamente cada prenda de ropa en el armario. Después mis apuntes, cada materia en un cajón diferente, cada libro en la estanería de mayor a menor grosor y altura. Limpio mi baño a fondo, recoloco cada bote de gel, crema y champú si hace falta. Quito las sábanas y pongo una lavadora de ropa clara. Aspiro, friego o limpio el polvo (según lo que me toque esa semana, ya que nos turnamos mis compañeros y yo). Llamo a mis padres para darles las buenas noches. Después de finalizar con mi pequeño ritual, queda la recompensa: una ducha caliente con velas e incienso. Uso mi esponja preferida (me encantan las esponjas y su espuma), mi champú preferido, que huele a campo y a las rocas por las que fluyen los pequeños riachuelos, a flores silvestres...
Suelo prepararme la cena después de la ducha, pero el domingo pasado decidí dejar lista la ensalada de canónigos con manzana, piñones y palitos de cangrejo para cuando acabase de secarme el pelo. Por cierto, la ensalada no era demasiado elaborada, suena mejor de lo que fue, lo que pasa es que me relaja cocinar y suelo inventarme recetas para ver qué pasa (¡estaba buena!).
¿Por dónde iba? Ah, sí, la ducha. Bien, me disponía a enjabonarme el pelo con mi champú preferido cuando sin más me dio un tirón en la espalda, tan fuerte que me quedé inmovilizada de cintura para arriba. No sé si atribuírselo al estrés que sufro por la cercanía a los exámenes o a mi última clase de pilates. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que me quedé inválida. Debido a mi falta de vigor para levantar los brazos más allá de los hombros, decidí calmarme y salir de la ducha medio enjuagada. Como pude me sequé.
Desde entonces solo fui a peor, tanto que mi madre me recogió del piso de Cádiz y me llevó a urgencias. Allí me atendió un médico de origen sudamericano, con un acentito muy gracioso pero con muy mala uva (prefiero pensar que se debía a una larga guardia). Ya que estamos dando en Historia de la Medicina la relación médico-paciente, me pareció interesante observar detenidamente su comportamiento y comparar la teoría con la práctica. Me sentí decepcionada cuando después de comunicarle de forma clara y precisa lo que me había ocurrido y dónde y cómo me dolía, no fue capaz de retirar la vista de la pantalla del ordenador. No acabó ahí mi frustración. Todavía tuve que soportar que no me quitase ni el jersey para explorarme, que no me dijera qué me pasaba y que ni se levantara para despedirnos a mi madre y a mí, todo ello por supuesto sin levantar la mirada del ordenador. Esperé en la sala de espera unos minutos y me llamaron para ponerme una inyección de un relajante muscular muy potente. Fue tal la desilusión que salí indignada (y con un dolor fortísimo en el culete).
Volví a casa. Parece que mis deseos de quedarme en Jerez unos días más para disfrutar del sol que entra por la ventana de mi habitación, se hicieron realidad, aunque no de la forma más apropiada. Llevo sentada en el sofá desde entonces, perdiendo clase y estudiando solamente cuando el dolor de cabeza y de espalda me lo permiten.
Hoy hace un día precioso y sigo sin poder disfrutar de él porque en vez de estar estudiando en mi "zulo" de Cádiz, estoy enferma en mi "palacio" de Jerez. Tras darle las quejas a mi madre, sin decir nada ha abierto las ventanas del salón, ha cogido el sillón y lo ha colocado de cara al balcón (una ventana gaditana ,con rejas que sobresalen hacia fuera), y me ha dicho: "anda, ponte al sol un rato". Y aquí estoy, frente al Mamelón, viendo a la gente pequeñita caminar con prisa, las nubes cambiando de forma, el olor a lavanda que desprenden sus flores desde una gran maceta que hay en el suelo del balcón. En ellas se posan insectos voladores de color verde chillón. Y mi preferido, el sonido de los árboles, los jilgueros cantando. Fijarme en ese pequeño rincón lleno de vida, luz, olor y sonido es tan agradable que me ha dejado pasmada, estupefacta.
Cuando llego a mi piso lo primero que hago es deshacer la maleta. Ordeno meticulosamente cada prenda de ropa en el armario. Después mis apuntes, cada materia en un cajón diferente, cada libro en la estanería de mayor a menor grosor y altura. Limpio mi baño a fondo, recoloco cada bote de gel, crema y champú si hace falta. Quito las sábanas y pongo una lavadora de ropa clara. Aspiro, friego o limpio el polvo (según lo que me toque esa semana, ya que nos turnamos mis compañeros y yo). Llamo a mis padres para darles las buenas noches. Después de finalizar con mi pequeño ritual, queda la recompensa: una ducha caliente con velas e incienso. Uso mi esponja preferida (me encantan las esponjas y su espuma), mi champú preferido, que huele a campo y a las rocas por las que fluyen los pequeños riachuelos, a flores silvestres...
Suelo prepararme la cena después de la ducha, pero el domingo pasado decidí dejar lista la ensalada de canónigos con manzana, piñones y palitos de cangrejo para cuando acabase de secarme el pelo. Por cierto, la ensalada no era demasiado elaborada, suena mejor de lo que fue, lo que pasa es que me relaja cocinar y suelo inventarme recetas para ver qué pasa (¡estaba buena!).
¿Por dónde iba? Ah, sí, la ducha. Bien, me disponía a enjabonarme el pelo con mi champú preferido cuando sin más me dio un tirón en la espalda, tan fuerte que me quedé inmovilizada de cintura para arriba. No sé si atribuírselo al estrés que sufro por la cercanía a los exámenes o a mi última clase de pilates. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que me quedé inválida. Debido a mi falta de vigor para levantar los brazos más allá de los hombros, decidí calmarme y salir de la ducha medio enjuagada. Como pude me sequé.
Desde entonces solo fui a peor, tanto que mi madre me recogió del piso de Cádiz y me llevó a urgencias. Allí me atendió un médico de origen sudamericano, con un acentito muy gracioso pero con muy mala uva (prefiero pensar que se debía a una larga guardia). Ya que estamos dando en Historia de la Medicina la relación médico-paciente, me pareció interesante observar detenidamente su comportamiento y comparar la teoría con la práctica. Me sentí decepcionada cuando después de comunicarle de forma clara y precisa lo que me había ocurrido y dónde y cómo me dolía, no fue capaz de retirar la vista de la pantalla del ordenador. No acabó ahí mi frustración. Todavía tuve que soportar que no me quitase ni el jersey para explorarme, que no me dijera qué me pasaba y que ni se levantara para despedirnos a mi madre y a mí, todo ello por supuesto sin levantar la mirada del ordenador. Esperé en la sala de espera unos minutos y me llamaron para ponerme una inyección de un relajante muscular muy potente. Fue tal la desilusión que salí indignada (y con un dolor fortísimo en el culete).
Volví a casa. Parece que mis deseos de quedarme en Jerez unos días más para disfrutar del sol que entra por la ventana de mi habitación, se hicieron realidad, aunque no de la forma más apropiada. Llevo sentada en el sofá desde entonces, perdiendo clase y estudiando solamente cuando el dolor de cabeza y de espalda me lo permiten.
Hoy hace un día precioso y sigo sin poder disfrutar de él porque en vez de estar estudiando en mi "zulo" de Cádiz, estoy enferma en mi "palacio" de Jerez. Tras darle las quejas a mi madre, sin decir nada ha abierto las ventanas del salón, ha cogido el sillón y lo ha colocado de cara al balcón (una ventana gaditana ,con rejas que sobresalen hacia fuera), y me ha dicho: "anda, ponte al sol un rato". Y aquí estoy, frente al Mamelón, viendo a la gente pequeñita caminar con prisa, las nubes cambiando de forma, el olor a lavanda que desprenden sus flores desde una gran maceta que hay en el suelo del balcón. En ellas se posan insectos voladores de color verde chillón. Y mi preferido, el sonido de los árboles, los jilgueros cantando. Fijarme en ese pequeño rincón lleno de vida, luz, olor y sonido es tan agradable que me ha dejado pasmada, estupefacta.
Irene, ¿estás bien? Aún conservo la sonrisa que me ha causado leerte...
ResponderEliminarCreo que siempre tienes que estar preparada para lo peor, tu ibas acompañada por tu madre(eras muy afortunada) y el dolor no era de gravedad y el médico, al menos, no fue repelente, podía haber sido peor te lo aseguro. Lo mejor es no esperar nada y si alguien es amable y humano, te emocionas y te sientes dichosa como con la luz del sol, el sonido de los árboles, el color del cielo, del mar, de las nubes y el olor a limpio, de los árboles, de la tierra mojada... Un beso
Hace mucho que no disfrutaba del placer de leerte, Irene. Últimamente, entre unas cosas y otras, no tengo tiempo para nada... para nada que no sea cumplir con las obligaciones inmediatas. Y ¡claro! tengo que dejar lo que me gusta, porque me entretiene. Hoy entré aquí, al no poder decírtelo en el Salón de Grados, para felicitarte por tu participación en el debate con el Profesor González Infante (quien, por cierto, ha impartido una magnífica conferencia). Tu pregunta me pareció muy interesante y oportuna. Y aproveché, para presumir de ti con el Profesor Almenara, que estaba a mi lado, diciéndole: -Irene es alumna mía. Muy buena...
ResponderEliminarAsí que: ¡Felicidades!
Lamento la experiencia en Urgencias. ¡Bienvenida a la vida misma! Por cierto, me encanta el positivismo de "¡qué más da!". Es una buena manera de "enfrentarse" a la realidad. Pero, lo que más lamento es que hayas estado tan "malita"... Doy por hecho que ya estás bien, pero cuídate. En cualquier caso, no dudo de los beneficiosos efectos terapéuticos del sol "frente al Mamelón", en nuestro Jerez.
Un beso. Que no te duela nada. Ánimo y mucha suerte para los próximos días.
Me he alegrado mucho al leer su comentario. Hacía tiempo que no me sorprendía su gran amabilidad por aquí.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por su felicitación, lo cierto es que me pareció interesante saber qué fue más gratificante para un médico (y más de la índole de Marañón), si la parte científica (el diagnóstico) o su parte más solidaria (desmentir tantas difamaciones). A mis compañeros y a mí también se nos tiene que recordar que la humanidad cuenta, y mucho.
Me siento muy halagada, no sabría que más decir.
Respecto a mi salud, intento cuidarme y que el estrés, que siempre es el causante de mis problemas de espalda, no me afecte.
De nuevo, mi más sincero agradecimiento.