3 abr 2020

La primavera que perdimos

Tengo hambre de bullicio. Tengo deseo de calor. Tengo necesidad de olvido.

Parece una broma macabra, una siniestra pesadilla de la que intentamos escapar. Y aún nos esperan muchas horas de zozobra, y la pesadilla será de las que al despertar, nos siga atormentando por muchos, muchos años más. Quién me hubiera dicho que me identificaría con las generaciones de antes, las que pasaron miedo de verdad.

El pavimento se ilumina cada mañana con esa luz rosada del final de la madrugada. Nadie lo puede ver, pero cada mañana pasa un ratito antes. Cada día pasa sin que nadie se siente ya en ese banco estratégicamente situado, sin que nadie se fije en el apuesto maniquí de ese elegante escaparate, sin que nadie admire cómo florecen los tulipanes del parque, obedeciendo a las irrefrenables e impetuosas leyes naturales. 

Si nadie está ¿qué sentido tiene?

Ahora, en medio de este mutismo colectivo, se puede oír la vida de los que no han parado: El crotorar de las cigüeñas a lo lejos o el cantar de los mirlos y jilgueros. El repicar de algún campanario, las gotas de lluvia impactando contra un tejado de metal o las ráfagas de viento atrapadas en algún rincón. Pero nada más rompe el silencio hasta las ocho de cada tarde cuando en un ejercicio de profundo agradecimiento y admiración, los seres humanos salimos a los balcones o nos asomarnos por alguna, aunque sea minúscula, ventana para recordarnos que no estamos solos, que seguimos luchando para que la pesadilla termine y que estamos unidos aunque no podamos tocarnos.

Concibo el ser médico como la vocación de consolar, acompañar y cuidar a los demás. Jamás me hubiera imaginado que vendrían tiempos de medicina de guerra, tiempos en los que hiciera tanta falta mirar a los ojos, coger de la mano, hacer una caricia en la frente, decir lo mucho que lo echan de menos o pedir qué mensaje quiere que le comunique a su familia a tantos pacientes que se encuentran literalmente aislados y que son inmensamente vulnerables en tantos sentidos. Creo que en ningún otro escenario hubiera tenido el profundo sentimiento fraternal que me profesa ahora el equipo con el que trabajo, sabiendo que estamos arriesgándolo todo, todos por la misma causa.

Nadie nos ha preparado para esto pero sin saber cómo lo estamos haciendo. Puede que algún día nuestra salud física o mental nos pase factura pero nos quedará el sentimiento de haber pertenecido a algo mucho más grande de lo que jamás imaginamos.

Reconozco que me mataría quedarme en casa. Necesito tanto controlarlo que me sorprendo a mi misma no soportando la idea de una hipotética situación en la que no pudiera luchar en las trincheras. Me siento afortunada por poder trabajar en primera línea, yo que siempre he pensado que en mitad de una guerra, me haría la muerta para evitar luchar. Me hago cargo de lo tremendamente complicado que tiene que ser permanecer confinados día tras día, con la (falsa) sensación de no estar aportando nada y estoy segura de que no se trata de un acto de obediencia civil a nuestros políticos, que de forma manifiesta están debutando con absoluta torpeza, ignorancia y soberbia, sino que se debe a un acto de responsabilidad y ejemplar solidaridad que esta sociedad está demostrando tener otra vez.

Yo me levanto cada día con la misma pesadilla pero, a pesar del odio y el rechazo que me provocan los miserables que están dirigiendo tan caótica y negligentemente esta crisis, tengo el corazón lleno de agradecimiento, amor y esperanza gracias a los verdaderos héroes de esta historia: personas que cumplen con el confinamiento, que cuelgan carteles de ánimo en los balcones, los vecinos que aplauden incansables durante minutos todos y cada uno de los días, los que hacen donaciones de material, los compañeros que siguen trabajando y que cruzan miradas de complicidad sabiendo que se juegan su vida y las de sus convivientes, y sobre todo, los pacientes y sus familiares con su infinita valentía y estoica calma. 

Mi aplauso cada día va para una sociedad desgobernada, pero ejemplar.




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